Jorge Cuesta

Que los textos valgan por ellos mismos, sin necesidad de remitir a la persona que los escribió. El “eclipse” del sujeto moderno es uno de los supuestos de la crítica literaria desde los tiempos del estructuralismo francés que le dio la vuelta al mundo a partir de los trabajos de Claude Lévi-Strauss en el campo de la antropología, y de Roland Barthes en el de los estudios literarios. El texto por sí mismo, el puro juego de las estructuras, el enunciado sin el enunciador: ésta ha sido la divisa que continúa dominando, y me parece que para bien, en los ámbitos de la academia universitaria.

Mi lectura del Canto a un dios mineral ha querido sujetarse a esta regla. La figura de Jorge Cuesta, sin embargo, o mejor dicho, la de su “leyenda negra”, es al mismo tiempo tan singular y tan poderosa que no es posible sustraerse a una indagación de tipo personal, máxime cuando incluso los editores de su obra abonan documentación y argumentos que inciden en el tema. Si hemos de hacer caso a lo que se dice en la famosa “Carta al doctor Gonzalo Rodríguez Lafora”, que Cuesta escribiera para inconformarse del diagnóstico emitido por el especialista, los delirios del escritor mexicano estarían motivados por “una inclinación homosexual reprimida”. El dictamen parece benévolo si se lo compara con lo que Guadalupe Marín, su ex-esposa y madre de su único hijo, llegó a ponderar dentro de su novela autobiográfica La única (1938). En la portada de esta novela, realizada por quien fuera su anterior esposo, el pintor Diego Rivera, podemos ver una inquietante mujer con el torso desnudo que se bifurca en dos cabezas, y que como una Salomé de la época vanguardista ofrece al espectador en bandeja de plata la cabeza cercenada del intelectual Jorge Cuesta. El toque “sacrificial” que la portada anticipa, se confirma a lo largo del texto, donde la autora, según el resumen que ofrece el psicoanalista Jesús Martínez Malo, deja entrever, entre otras cosas: las pulsiones homosexuales de Cuesta, quien se habría enamorado de Xavier Villaurrutia; sus inclinaciones incestuosas, no sólo hacia su hermana Natalia, sino también hacia la progenitora de sus días; y, por último, los intentos por violar a Isabel Marín Preciado, hermana de la autora… a lo que habría que agregar las amenazas de suicidarse, proferidas por el propio Cuesta, con el fin de lograr su propósito erótico. Las “habladurías” a cargo de la voz anónima, y que por eso tienden a magnificarse, incluyen otras notas que consolidan la leyenda maldita del poeta mexicano.

En lo que concierne al asunto de la homosexualidad, Víctor Peláez Cuesta, en su texto titulado “Cuesta, el hombre” que puede leerse en las primeras páginas del tercer tomo de las Obras reunidas, señala con una lógica que me sigue pareciendo inexplicable: “Es sabido que en el grupo de Contemporáneos la homosexualidad no era un tabú. Se conoce una carta que Jorge Cuesta le dirigió a Xavier Villaurrutia, en la que le revela sentimientos amorosos. Aun cuando Jorge Cuesta haya experimentado esos sentimientos hacia Villaurrutia, no es ni reprochable ni es prueba alguna de homosexualidad” (sic). ¿En qué quedamos? ¿Hace falta otra cosa que revelar “sentimientos amorosos” hacia una persona del mismo sexo para que pueda hablarse de homosexualidad? Según el criterio de Víctor Peláez Cuesta, conjeturo, la mencionada carta no podría probar nada porque se trata sólo de un texto o, todavía mejor, de una fantasía: la verdadera homosexualidad implicaría… ¡el acto consumado! Todo indica, en efecto, que el acto sexual no tuvo lugar, pero no porque Cuesta no quisiera, sino porque Villaurrutia escabulló la propuesta. Transcribo la parte medular de la carta. Le pregunta Cuesta a su amigo Villaurrutia, quien se encuentra entonces disfrutando de una beca en Yale: “¿No se apiadó Ud. de mí porque lo quise? Es claro que no se apiadará de mí porque tenga que odiarlo”. A lo que agrega, en el párrafo que sigue y con el que concluye la carta: “Para mí fue así; al amor que le tuve le hizo Ud. la confesión de la impotencia. Dios quiera, Xavier, que al odio que le tengo le haga Ud. la confesión de su fuerza”. O sea… que Cuesta no había perdido del todo la esperanza. Sin comentarios.

Los otros temas escabrosos son la locura, el intento de castración y el suicidio, obvio decir que se mezclan entre sí y que son parte de una misma madeja. En cuanto a lo primero, Jesús Martínez Malo establece: “La locura toca lo más esencial del sujeto, y Jorge Cuesta la conoció y la vivió en forma por demás desgarradora, lo cual no tiene por qué ser un estigma a su persona ni demeritar en lo más mínimo su obra y su muy vigente legado intelectual y crítico”.

De acuerdo. Este franco y pleno reconocimiento de la locura de Cuesta, empero, se enturbia del todo en la redacción de Martínez Malo cuando éste acaba por sugerir que fue la exposición pública de sus problemas sexuales (aquí el motivo sería de Guadalupe Marín, por publicar su novela) así como el diagnóstico a priori e intuitivo que habría realizado el médico Rodríguez Lafora… ¡los que habrían sido responsables en última instancia de la locura de Cuesta! Curioso caso de inversión de los términos que los antiguos retóricos conocían con el nombre de preposteración: lo que era efecto se toma por la causa, y la causa se toma por el efecto. Dicho de otro modo: los patos le tiran a las escopetas. Las palabras textuales del prologuista no me dejan mentir: “La imputación y la divulgación hechas por Guadalupe Marín de la supuesta homosexualidad y el diagnóstico ‘a priori, intuitivo’, del doctor Lafora de ‘una inclinación homosexual reprimida’ tuvieron efectos y consecuencias en la locura de Cuesta”.

En síntesis: a Cuesta lo volvieron loco la Marín por dar a las prensas sus infundios, y el médico español… ¡por diagnosticarlo con tanta premura! ¿Alguien podrá dar crédito a este intento explicativo?

Los efectos perversos de la exhibición no terminan aquí. Si hacemos caso a Martínez Malo, incluso el intento de emasculación de Cuesta tiene el mismo origen externo, quiero decir, social. Tal cual: “El continuo imputación-divulgación tuvo otro efecto. Tiempo después de la carta a Lafora (desconocemos cuánto tiempo después, tal vez entre el que habría de ser el segundo y el tercero de sus internamientos), Jorge Cuesta llevó a efecto un acto en el que también su sexualidad estuvo implicada. Estando solo en una de las casas en las que vivió, se clavó un instrumento punzante en los testículos (ni se acuchilló, ni mucho menos se seccionó los testículos o el pene)”.

Subrayo con intención la frase que contiene el efecto que según este “razonamiento” tuvo en Cuesta la nefasta conjunción de la dupla Marín-Lafora. El intento de emasculación, empero, se asocia a otro aspecto difícil de manejar: ¿Cuesta quiso suicidarse de esa manera? Martínez Malo informa: Monsieur Teste a prueba (Fuente)



Del papiro a los blogs

Del papiro a los blogs, una historia sin fin
Alberto Manguel

La crítica literaria goza de una venerable antigüedad. Según Philo de Biblos, mitógrafo del siglo segundo de nuestra era, cuando se establecieron las primeras sociedades, el dios Thot les ofreció simultáneamente el arte de la escritura y el de comentar el texto escrito. No sabemos exactamente a cuándo remonta el generoso gesto, pero uno de los documentos griegos más antiguos, un papiro del siglo quinto antes de Cristo, se presenta como la crítica o reseña de un texto órfico. Al menos desde entonces, pocos son los escritos que no han merecido la atención de un crítico: erudito, banal, esclarecedor, disuasivo, ingenuo, arbitrario. Los bibliotecarios de Alejandría ofrecían a sus lectores reseñas de los libros que, en su opinión, eran los mejores. Nacieron así los cánones, las listas anotadas de obras que consideramos clásicas. Gracias a ellas, el lector quedaba de alguna manera a la merced del crítico.

En el siglo cuarto de nuestra era, el célebre gramático Aelio Donato quiso devolver al lector la libertad (y la responsabilidad) de juzgar el texto original, sin dejarse intimidar por las reseñas. Ofreciendo una serie de comentarios diversos de un mismo texto clásico, Donato sugirió que el lector debía ensayar estas varias opiniones, y aceptar o rechazarlas tal como un usurero avisado juzga si una moneda es verdadera o falsa. Unos diez siglos después, en pleno Renacimiento, el número de críticas sobre cualquier libro ya era tal que el lector en busca de esclarecimiento o guía sentía que le era casi imposible acceder al original.

El gran humanista Battista Guarino observó que, con la invención de la imprenta y la proliferación de publicaciones, la crítica literaria era quizás tarea inútil y que más le valía al crítico ocuparse de escribir obras propias. "La lectura de críticas", opinó Guarino, "puede hasta dañar la mente, ya que le hace perder el gusto de explorar el texto por su cuenta". Más tarde, a principios del siglo diecinueve, Coleridge observaría que "los críticos son personajes que hubiesen elegido ser poetas, historiadores, biógrafos, etcétera, si hubiesen podido serlo; han probado su talento en uno u otro campo y han fallado, y es así como se han vuelto críticos". Quizás esto sea cierto en el caso de los dos críticos que reseñan la biblioteca de Alonso Quijano, y que hablan como poetas y novelistas frustrados. El cura, que admite ser amigo de un cierto Miguel de Cervantes, no deja que la amistad perturbe su juicio crítico y dice, a propósito de La Galatea, que "tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada". Cervantes no fue el único autor que reseñó su propia obra: Walt Whitman, por ejemplo, con enternecedora vanidad, escribió ditirámbicos comentarios anónimos de su Hojas de hierba; fueron los únicos que aparecieron cuando el libro fue publicado.

Fuera del campo de la filología y del exhibicionismo ¿existe un rol para el crítico? En el mejor de los casos, el rol de esclarecedor, eso que los franceses llaman passeur, o sea, alguien que ofrece a otros lectores sus propios descubrimientos. Los literatos reunidos en los salones de la Francia prerrevolucionaria, los románticos amigos inquietos por el joven Werther, los exilados de la dictadura de Rosas esperando en la Banda Oriental la derrota del tirano, la familia del tío Vania abrumados de tedio en la aislada dacha, el entusiasta Eça de Queiroz rememorando a Fradique Mendes, todos buscaban con ansiosa curiosidad las reseñas de estos passeurs que aparecían en revistas como Le Moniteur Universel, Die Horen, La semana, Literaturnaya Gazeta, Revolução de Setembro.

En estas publicaciones, y en tantas otras que les sucedieron, los lectores descubren a sus futuros amores literarios. Además de arqueólogo, de cartógrafo y de espía, el crítico literario tiene algo de Celestina. Si bien hoy su actividad ya no se ejerce exclusivamente en la página impresa sino sobre todo en revistas electrónicas y en blogs personales, el crítico conserva todavía buena parte de sus antiguas funciones y su prestigio. Es cierto que en la red universal en la cual todos somos (o creemos ser) críticos, es más difícil encontrar una voz respetable y creíble, pero la tarea no es imposible. Quizás sea útil recordar la advertencia de Donato, y responsabilizarnos nuevamente, activamente, por nuestras lecturas, sin confiar a ciegas en las reseñas publicitarias ofrecidas por Amazon y comercios similares. Aun así, la opinión de ciertos críticos ayuda.

Cuando Max Brod escribió sobre los primeros textos publicados por Kafka, cuando Ezra Pound destacó el genio de T. S. Eliot en La tierra baldía, cuando Enrique Pezzoni reseñó Otras Inquisiciones de Borges, cuando Ángel Rama insistió sobre la importancia de Cien años de soledad, cuando el bloguero William Irigoyen recomendó la obra novelística de Cees Nooteboom, no sólo estaban dando su opinión sobre estos autores. A través de sus propias lecturas estaban enseñándonos a ser más atentos, más perspicaces, más inteligentes, es decir, a leer mejor.

Babelia, El País, 26.11.11.

Josefina Vicens

El martes inician las celebraciones por el centenario del nacimiento de la autora de dos novelas excepcionales, El libro vacío y Los años falsos, a quien su sobrino Adrián Villagra Vicens califica como “una estufa en combustión”.

Josefina Vicens concebía la literatura como un angustioso placer con el que uno siempre está inconforme. Era perfeccionista e implacable correctora de sus textos. Publicó dos novelas El libro vacío (1958) y Los años falsos (1983) acaso, como ha señalado la crítica, las suficientes como para mostrar los alcances de una sólida prosa.

Fue una lectora voraz y una trabajadora constante. Le decían La peque por su constitución y porque desde muy joven comenzó a frecuentar un ambiente laboral. Además de las novelas, escribió guiones cinematográficos, artículos de opinión y uno que otro relato. Nació en Tabasco, el 23 de noviembre de 1911. De padre español y madre mexicana. Tuvo cuatro hermanas: Lourdes, Amelia, Isabel y Gloria. Su sobrino, Adrián Villagra Vicens (hijo de Lourdes), actualmente es el representante de la obra de Vicens, cuenta que la familia se reunió y llegaron a un acuerdo: lo que querían era difundir la obra, que contara con más lectores y no regirse por intereses económicos. Así ha ocurrido.

En 2006 se editaron en el Fondo de Cultura Económica (FCE) las dos novelas. Lamentablemente no se incluyó la carta de Octavio Paz, a manera de prólogo, que el poeta escribió en 1958, porque su viuda Marie Jo no estuvo de acuerdo. Está por ponerse en circulación la tercera impresión de dicho libro del FCE. Por otra parte, según comenta Villagra Vicens, alguien tuvo la iniciativa de subir a la red El libro vacío. La editorial italiana Angelica Editore, localizada en Cerdeña, se puso en contacto con el sobrino de Vicens, para poder publicar en italiano la novela. En Italia conocieron a Josefina Vicens en 2008, año en que se publicó el libro.

Al año siguiente Ediciones Sin Nombre y la Universidad del Claustro de Sor Juana editaron Josefina Vicens: la inminencia de la primera palabra, de Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo. A la entrevista que sostuvieron los escritores con Vicens se añade dos conversaciones: una con Martín Casillas y otra con Matilde Landeta, quienes conocieron de cerca a La Peque.

Matrimonio por conveniencia

No cabe duda que la narradora era la rebelde de la familia, afirma su sobrino. “Dentro de ella había una estufa en combustión que requería salidas, necesitaba sacar esa energía. Por hartazgo de mis abuelos, por la necesidad de salirse del hogar paterno, se casó con José Ferrell. En realidad fue un matrimonio que duró poco tiempo, fue por conveniencia para que ambos pudieran salirse de sus respectivas casas.” Ferrell, descrito por la propia autora, era “un lector empedernido, un magnífico lector de Gide” y fue la persona que la presentó con Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y Elías Nandino.

Uno de sus últimos deseos antes de quedarse completamente ciega era volver a contemplar “La niña muerta” (1938), obra que años atrás le había regalado Juan Soriano. “Fue al Museo de Arte de Filadelfia y le solicitó al curador que le mostrara el cuadro que originalmente le obsequió Juan y que en algún momento le pidió prestado y, por azares del destino, ya no se lo devolvió. El curador del museo permitió que entrara al acervo del recinto y admiró, con emoción, el cuadro”.

Relata su sobrino que cada vez que Josefina Vicens se cambiaba de casa, lo más valioso para ella era ver donde iba a colocar su biblioteca personal, pero en especial, la obra de Marcel Proust.

Via | Mary Carmen S. Ambriz.
México, Milenio, 14.11.11




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